De joyas y miserias

Publicado en por Tlacuilo

Ahí estuve; nadie me lo contó. Es real ese paraíso para el azoro llamado Las Joyas, que durante larguísimos años fue tierra prometida –más bien, única tierra posible- para gente de escasas posibilidades económicas que intentara hacerse de un terreno barato donde construir la casa para caber con sus hijos.

Tierra en que el nuevo casateniente recibía, como única referencia sobre la propiedad recién adquirida, las  rayas de cal con que los vendedores le delimitaban el espacio donde  debía levantar, de inmediato, las paredes y techos del material a su alcance, para asegurar que, por lo menos en ese momento, su terreno no fuera nuevamente vendido a otro comprador.

Tarimas de estiba, tableros de alambre que alguna vez fueron el alma confortable de un colchón, lonetas publicitarias de productos comerciales o campañas electorales, están ahí como cercas, delimitando el jardín-almacén de otros desechos que pronto serán reciclados para ser de utilidad en la casa, o como paredes que, en vez de ocultar y proteger, amplifican hacia la calle (¿?) esas manifestaciones domésticas que los pudores quisieran privadas.

Es una comunidad, un racimo de comunidades, atiborrada de gente trabajadora. Aunque la mayoría de sus calles no tenga nombre –manzana Fulana, lote Sutano, es a lo más que llega la nomenclatura en muchas de sus colonias-, no hay cuadra que no muestre por lo menos una cochera-patio-vestíbulo con un vehículo estacionado-abandonado, en muchos casos empanizado por el polvo que circula implacable, luego de que estos usurpadores tomaron en propiedad el cerro para desyerbarlo sin proteger su desnudez, por lo menos con un civilizador pavimento.

Por supuesto, las joyas son colonias vivas. Con sus muchachas hermosas en gala proletaria y sus niños guardados en el sobresueño de domingo, son una abrumadora colección de racimos de casas, formando colonias como Rizos, Balcones y muchos otros.

Su población –de 120 mil habitantes, según estimaciones oficiales- supera ligeramente a la considerada por el INEGI para una ciudad media, 115 mil, de las que el estado sólo tiene 13. Ese tamaño, sin embargo, no impide su permanencia  como breña en que la flora y fauna nativas fueron sustituidas por el sembradío desordenado de las venas y arterias por donde estas casas se conectan a la vida: tubos en los que corre el agua potable, tinacos estacionados afuera de algunas casas, listos para que la pipa los llene por la cantidad de tres pesos; cables de todo lo calibre, que alguna vez fueron enterrados en la tierra de la calle pero ahora aparecen encuerados a tramos, listos para electrocutar con sus tripas de cobre al cualquiera que los pise en medio de la lluvia, como cuenta un enterado que le sucedió a un caballo, aunque no en este paraíso del polvo, generoso alojador de la gente trabajadora que no abandona su empeño por tener, uno de de estos años, una casa digna en lo que ahora es este avispero de jacales, urgido de soluciones que trasciendan a las venidas de obispo... o de candidatos en campaña electoral.

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