De ferias

Publicado en por Tlacuilo

En el principio fue el cruce de caminos, la pausa y el refugio indispensable para los arrieros y otros viajantes de la minería, necesitados de un espacio seguro donde pudieran descansar y aprovisionarse, entre los minerales y fundiciones de Santa Fe de Guanajuato, Comanja y Zacatecas.

Trescientos años después de la fundación formal –que los caminos y espacios de vida, antes que fundados son surcados y vividos-, el ciudadano editor Manuel García Moyeda gestionó y obtuvo de la presidencia de la República la aprobación para que su ciudad, ya entonces denominada León, conmemorara su nacimiento formalmente cada 20 de enero. Aquel festejo de 1876 consta en un grabado del ilustre José Guadalupe Posada, quien vivió entre nosotros de 1871 a 1888, cuando la gran inundación le obligó a emigrar a la ciudad de México, donde trazaría sus inmortales calaveras e ilustraría corridos y leyendas populares.

Cuatrocientos años luego, ya teníamos ferias con espectáculos de mujeres araña alegando haber quedado así como castigo de la vida por desobedecer a sus padres. Ferias donde era infaltable el museo de terror, con sus monstruos envasados en formol, con dos cabezas o tres pies o cara de chivo, hijos de la talidomida, de la píldora en sus primeras épocas, de las contaminaciones por plomo o arsénico en el agua de beber, de las industrias tóxicas pero soslayadas, cazados por el dueño de la carpa en cualquiera de los pueblos por donde viajaba el espectáculo a lo largo del año y la vida.

Ferias donde costaba unos pesos conocer en el serpentario a la terrible víbora chirrionera que por las noches usaba su cola como mamila para acallar el llanto de los niños, mientras succionaba la leche del pecho materno. La ola, las sillas voladoras, la rueda de la fortuna, los algodones de azúcar entonces inmunes a la tierra del piso, acompañaban en estas ferias a las primeras veces que algún comerciante con productos árabes, o chinos, o de otro tipo, llegaron a esos laberintos en que el visitante se ve obligado a recorrer tenderetes y más tenderetes de venta.

Ferias que incluían, para disfrute popular y ganancia de un primer personaje Canchola, la terraza Corona, arropada por la tiniebla de sus paredes de lámina, tarimas de madera sobre el piso de tierra, techo de lona, sillas y mesas metálicas, como manifestación del antro proleta –al que luego sería robado el nombre para denominar así a cualquier emborrachadero nice-.

P. S. Ilustres, ilustres, sí que los hay. Salvo la repugnancia que provocan al explotar como materia pública las peores intimidades del ámbito artístico –por lo demás, plenamente complacido éste al mostrar en público sus intimidades rotas-, no tengo nada contra el periodismo farandulero. Pero de eso a las condiciones de leoneses ilustres, sería útil conocer in memoriam a gente como Wigberto Jiménez Moreno, Jesús Rodríguez Frausto, Carlos González Obregón y Armando López Martín del Campo, o a vivos y en plena producción como Daniel y Zacarías Malacara Hernández, Christian Jean, José Luis Palacios Blanco, Juan Aguilera Azpeitia, Alfonso Sánchez López, Rita Berriel y hasta jóvenes como el músico Edgar Barroso. Es cuestión de investigar y de afinar el término ilustre.

P. S. 2. Haití sólo era el nombre de mi calle de infancia en una colonia Chapalita que, si se aplica, pronto será famosa por la acción socialmente quirúrgica de los carros antimotines, para resolver con cañones de agua una dinámica social que para quien corresponda ha sido de imposible comprensión y, por lo tanto, solución. Hoy Haití es una llaga viva, un motivo para rememorar que en 1985, ante el abandono gubernamental, la ciudanía de nuestro DF debió tomar en sus manos la recuperación y sepultura de sus muertos. Como podamos, ayudemos. 

Publicado el 20 de enero de 2010 en El Heraldo de León.
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