De reyes y pérdidas

Publicado en por Tlacuilo

No era cosa fácil soportar la intensidad de esa emoción, aunque tampoco un asunto de vida o muerte, ni había por qué plantearlo de esa manera. Sólo se trataba de esperar una noche más, la del día cinco.

Dormir o no dormir no parecía disyuntiva difícil. Uno podía disponerse a permanecer despierto toda la noche, pero a la amenaza de que eso cancelaría el paso de estos señores por la casa, se agregaba la mágica prontitud del sueño, que facilitaba la más prudente solución: dormir. Lo demás era pan comido: conocer a la mañana siguiente los dictámenes de estos señores sobre el comportamiento de uno a lo largo del año, traducidos en el número y calidad de los objetos que dejarían bajo la cama. Entonces llegaba el turno para esa desatada urgencia de que los nuevos juguetes conocieran las banquetas donde a partir de entonces sostendrían sus mejores batallas,  y para la dura confrontación con los egos vecinos, con esas miradas de reojo que de golpe declaraban sus ganadores y perdedores en el combate de mostrar quién recibió más y mejores, o menos y más baratos juguetes.

Los peores tiempos de la casa se alejaban a medida que uno iba instalándose en el uso de razón -aunque para volver siempre bajo el menor pretexto, primero en las evocaciones estremecedoras de los mayores y después en los tatuajes de la memoria. El progreso económico familiar se traducía en la segura aparición de juguetes: espadas de palo, pelotas y ropa, aunque a lo largo del lunes –todo seis de enero debería ser decretado lunes-, siempre –en los siempres de entonces- se agregaba  la posibilidad de formarse más tarde en una fila ante la puerta del palacio municipal, para terminar recibiendo por lo menos otra pelota de plástico. En la escuela aún consideraban digno el acto de que hubiera clases ese día, así que la caricia para el juguete nuevo también se podía compartir con esas otras tareas propias de la edad.

La desolación, que no debería tener memoria ni futuro –regatearle el presente ya sería demasiado-, terminaría apareciendo en un acto cuyo culpable, para fortuna suya, no es posible identificar: que si el grandulón presumiendo su adultez al declarar que los reyes magos ya levantaron su tenderete y jamás regresarán, que si el extraño paso por las calles donde no se entiende cómo y para qué, los papás y mamás –posiblemente en una de sus escasas complicidades manifiestas– toman, pagan y cargan juguetes, que si la traumática conversión de uno en rey mago para ir en altas horas de la madrugada por los reyes de la hermana menor, que si levantarse y encontrar el zapato vacío, porque uno ya creció y así es la vida.

¿Dónde están mis reyes magos?

 

Publicado en el Heraldo de León, 4 de enero de 2010

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